Es temporada de sandías.
Rojas como la sangre que empapa la tierra. Verdes como el hogar que les robaron. Negras como la noche sin luz. Blancas como las sábanas que cubren a los muertos.
Sandías. Para sustituir a una bandera prohibida durante décadas. Para burlar la censura. Y el shadow ban.
Sandías. Pintadas en muros, en pancartas, en camisetas e inundando perfiles y avatares en las redes sociales. Porque ya no quedan en los mercados. Porque la población se muere de hambre. Porque en Gaza llueven bombas mientras el mundo lee comunicados redactados para no molestar a quienes las financian.
Sandías. Porque cada mordisco ilustra el genocidio. Porque estallan en la boca. Porque inculpan. Porque manchan las manos de rojo. También las tuyas.
Sandías que dicen lo que otros callan: que hay un pueblo que existe aunque lo borren de los mapas. Porque hasta el símbolo más inocente puede ser un grito si el contexto es el adecuado.
Sandías. Como un corazón abierto sobre la mesa que todavía sangra sobre el mantel. Como un llanto disfrazado de postre: imposible de digerir.
Ya no se puede esperar más. Coge tu sandía. Sí, anda, por favor. No se puede mirar hacia otro lado. Nos salpica a todos.
Nos salpican los cien mil muertos que ha podido dejar ya el conflicto. La hambruna que se ha llevado 250 vidas, entre ellas las de más de un centenar de niños. Las lágrimas de sus madres. Su profundo dolor. Los 150.000 heridos que ha dejado la guerra. Las miles de vidas que han quedado sepultadas bajo los escombros.
Nos salpica el gas natural que llega a nuestras casas. Los medicamentos que nos curan, que, sin embargo, allí faltan. Los diamantes que brillan en los escaparates de nuestro privilegiado mundo occidental. La tecnología de ciberseguridad que protege nuestros bancos, pero deja desamparados a los hospitales que están en la línea de fuego. Los dátiles que probamos sin mirar su origen. Las flores cortadas que adornan nuestras mesas mientras allá se marchitan hasta los olivos. El software que usamos para no mirar de frente lo que está pasando…
Nos salpica el odio que se sigue engendrando. La pasividad de la comunidad internacional o, lo que es peor, su sumisión y dependencia. El color negro con el que estamos pintando el futuro. No solo para nosotros. También para nuestros hijos.
Esto tiene que parar. Y nosotros tenemos que reclamar que pare. De forma masiva. Desgañitándonos. Porque no cabe otra opción. No hay medias tintas, no hay zonas grises en las que esconderse.
Y, después, tendremos que seguir pidiendo. Con voz firme. Bien alto. Porque no basta con detener las bombas. Parar el genocidio sin buscar una solución sería como recetar paracetamol para un dolor de cabeza causado por un tumor cerebral.
Gaza no necesita analgésicos. Necesita cirugía. Una que reconozca que hay un ocupante y un ocupado, un verdugo y una víctima, uno que abusa y otro que es despojado. Una que también ahonde en las causas del conflicto, en sus raíces. Y que negocie, que fuerce, que suture con precisión. Para que la herida no se vuelva a abrir, que es lo más fácil.
Pero hasta entonces, la elección es simple. Sandía o barbarie. O estás con la vida, o con los que masacran. Porque, al final, esto no es una película de Tarantino en la que los buenos acaban vengándose y la pantalla se funde en rojo con música de surf. Aquí, si nadie mueve ficha, los créditos no pararán de sumar nombres muertos.